lunes, 2 de febrero de 2009

Las geniales crónicas de V P:y 7! El día que estrené la sartén.

El 31 de enero de 2009 fue un día histórico en los Estados Unidos.
Más importante que la toma de posesión de Obama,
más importante que el once de septiembre,
más importante que la caída del muro de Berlín.

El 31 de enero fue El Día Que Estrené la Sartén.

Ya hacía tiempo que me preguntaba qué hacía en mi cocina ese disco de metal negro con un mango. "¿Para qué servirá?"- me preguntaba. Claramente, era demasiado pesado para llevarlo de sombrero y demasiado incómodo para romper nueces. Pero de todas maneras, tampoco sé para que sirven la mitad de trastos y aparatos que tienen los americanos aquí. Pensaba tirarlo a la basura, pero una vez tiré un aparato y después me dijeron que se trataba de un sacapuntas eléctrico. (Ya decía yo que, para ser un consolador masculino, el agujero era demasiado pequeño). Así que decidí conservar la sartén. Pues bien, la sartén estaba viviendo una vida tranquila y relajada en un cajón de mi cocina, "huyendo del mundanal ruido", sin trabajar ni desgastarse y tan nuevecita como el primer día. Todo esto cambió el 31 de enero, cuando mi amigo Fran (de Castellón pero viviendo en Sugarland, a una media hora de viaje de Houston) me llamó al móvil y me dijo:
- Vicent, ¿tienes huevos?
Una pregunta extraña, pero nunca se sabe.
Me miré la entrepierna, comprobé que todo estaba en su sitio y respiré aliviado.
- Fran, claro que tengo huevos. Soy un hombre.
- No, Vicent, te pregunto si tienes huevos para cocinar.
- Fran, me ofendes. ¡Soy un español y los españoles tenemos huevos para cocinar y para hacer lo que sea!
- No. Quiero decir si tienes huevos para hacer tortilla de patatas.
¿Tortilla? Esa sí que era una palabra extraña. Me sonaba extrañamente familiar. Tenía la vaga impresión de haberla escuchado antes, quizás en España. Me sonaba que estaba relacionada con la cocina.
La cocina, ese arte de hacer la comida que nos alimenta cada día. Aquí mi cocina se reduce a dos acciones independientes. Primera, comprar alimentos precocinados (de la marca "Michelina's") en el Krogg (un súper que hay cerca). Segunda, ponerlos en el microondas durante cuatro minutos. Fácil, práctico y eficiente, como todo lo americano. Los alimentos de "Michelina 's" están equilibrados nutricionalmente y te hacen adelgazar. No porque sean bajos en calorías, sino porque acabas hasta los cojones de comer siempre lo mismo y, por lo tanto, comes menos. Todo son ventajas. El origen de toda nutrición en esta etapa de mi vida Pero, ¿"tortilla"? ¿Qué sería eso? No había visto esa comida en el catálogo de "Michelina 's". Debía de ser algo exótico. Quizás comida asiática.
- No te preocupes. Yo lo traeré todo. Sólo dime si tienes aceite y de qué clase es.
Miré a la despensa y efectivamente había aceite. Una botella de plástico que estaba sin comenzar, inmaculada y prístina, como si el tiempo no hubiera pasado por ella. Miré la etiqueta, que ponía en inglés "Equilibrio natural. Omega-3. Ayuda a tener colesterol sano y a equilibrar grasas saturadas". ¿Me habré equivocado? ¿Sería omega-3 en forma líquida? Pero, en la parte inferior, en letra pequeña, había la frase "una mezcla de aceites de canola, soja y oliva".
"A saber qué mierda es esto", pensé. Pero bueno, si te paras a pensar toda la porquería que comemos por aquí, no comerías nada.
"De todas maneras" – pensé "- de algo nos tenemos que morir".
- Fran, sí que tengo aceite, pero es un aceite ambiguo. No sé decirte de qué clase es. Tiene problemas para definirse.
- Bueno, pues en una hora estoy por allá.
Y una hora después estaba en mi casa y empezó a hacer cosas extrañísimas, ante mi sorpresa y estupor. Cogió una especie de frutos extraños que había traído con él (el los llamó "patatas", pero no se parecían a las patatas de "Michelina's", que son un puré que acompaña a la carne precocinada) y empezó a pelarlas con el cuchillo. Después las partió en trocitos y abrió unos huevos ("Ah! Ahora sé porque me preguntaba aquello de los huevos").
Después, me dijo: - Necesito un poco de sal.
¿Sal? De esto sí que sé que tengo. En la despensa, hay dos bolsitas de polvos blancos, una junto a la otra. Son fáciles de distinguir. La que tiene hormigas rojas dentro de la bolsita es azúcar. La que no tiene ninguna hormiga dentro es sal. Pero, después, cuando fui a la despensa no encontraba la sal. Me volví loco buscándola. Quizás la había tirado a la basura en una limpieza general que hice después del huracán.
- Tendremos que hacerla sin sal – sentenció Fran.
Y después, cogió la sartén del cajón dónde había estado durmiendo el sueño de los justos desde hace tanto tiempo.
- ¿Fran, qué vas a hacer con ese disco de metal?
- Voy a cocinar con esta sartén.
Jeje. Ahora sí que no me engaña. ¿Cómo quiere poner la sartén en el microondas? Todo el mundo sabe que en el microondas no se puede poner metal. Mejor me quedo mirando para ver cómo explota el microondas para decirle "Ya te lo había dicho yo".
Va Fran y pone la sartén, no en el microondas, sino en un bloque de metal que había debajo del microondas y que yo nunca había utilizado. Él lo llamó "cocina eléctrica". En el pasado, yo había pensado en tirarlo como un trasto inservible que sólo servía para tropezarse con él y para quitar espacio a la cocina. Menos mal que no lo hice.
Lo que pasó después fue mágico. Por una extraña alquimia, la mezcla de huevos y patatas se convirtió en una cosa diferente, una única masa amarilla compacta, que Fran llamó "tortilla de patata". Durante todo este proceso, yo estaba de lo más extrañado. Intrigado.
"Supongo que la tendremos que comer"- pensé.
Pensé en ponerla en la mesa de comer. Sólo había un problema: no tengo mesa de comer. Las raciones de la comida precocinada me las como en la mesa del ordenador. Pero, Pilar, una profesora madrileña que había vuelto a España, me había vendido una mesita pequeña, así que la pusimos allá. Probé un trozo de la tortilla y, "holy crap!", estaba para chuparse los dedos. ¡Esto era mucho mejor que los menús de "Michelina's"! Se fundía en la boca dejando un sabor delicioso. No tenía sal y estaba sosa, pero aún así, estaba de muerte. Me la comí lentamente, saboreando cada gramo de ella y deleitándome en el éxtasis. Delicioso. Y así fue como ese extraño aparato denominado "sartén" perdió su inocencia y se preparó para una vida de aventuras que, a buen seguro, producirán muchas satisfacciones.
Después nos fuimos de marcha con unas chicas españolas que habíamos conocido. Pero yo no podía dejar de pensar en la tortilla, en su sabor delicioso y magnífico y a cada chica que encontraba en la discoteca le decía "Estás tan buena como la tortilla de patatas". Pero, por supuesto, era mentira, sólo lo decía por halagarlas.
La verdad es que nada está tan bueno como la tortilla de patatas.

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